Me obsesionaba el momento […] cuando se hubiera marchado. Vivía el placer como un dolor futuro.
Renunciar a irme significaba confesarle mi pasión con mayor claridad que diciéndole «estoy loca por ti».
Todo el texto construido día tras día en mi cabeza desde la primera noche, con imágenes, gestos, palabras… el conjunto de señales que constituyen la novela no escrita de una pasión empieza a deshacerse.
Vivir con la angustia creciente de que surgiera cualquier percance que diera al traste con nuestra cita.
Pero también me decía a mí misma que quizás un día me muriera sin haber escrito nada sobre esa vivencia. Para mí, eso sí que habría sido algo imperdonable, no lo otro.
Mientras estas páginas sigan siendo personales y estén al alcance de la mano como lo están ahora, la escritura permanece siempre abierta.
A menudo escribía en una hoja de papel la fecha, la hora, y "va a venir" y otras frases, temores de que no viniera, de que su deseo hubiera menguado.
Cuando oía la voz de A., mi espera indefinida, dolorosa, celosa evidentemente, se esfumaba tan deprisa que tenía la impresión de haber estado loca y de recuperar repentinamente la normalidad.
Podría detenerme en la frase anterior y hacer como si nada de los que ocurre en mi vida y en el mundo pudiera ya intervenir en este texto. Considerarlo como fuera del tiempo; en fin, listo para ser leído.
En cuanto se hubiera puesto la americana, todo se habría acabado. Yo no era más que tiempo que pasaba a través de mí.
Porque por encima de todas las razones sociales y psicológicas que pueda encontrar a lo que viví, hay una de la cual estoy totalmente segura: esas cosas me ocurrieron para que me diera cuenta de ellas.
Y quizás el verdadero objetivo de mi vida sea este: que mi cuerpo, mis sensaciones y mis pensamientos se conviertan en escritura, es decir, en algo inteligible y general, y que mi existencia pase a disolverse completamente en la cabeza y en la vida de otros.
Era inútil tratar de buscar más razones, jamás iba a conseguir estar segura sino de una sola cosa: de su deseo o de su falta de deseo. La única verdad indiscutible se apreciaba mirando su sexo.
Cuando leía, el que me detuviera en una frase se debía a que hacía referencia a la relación entre un hombre y una mujer. Me parecía que me enseñaba algo de A. y que confería un significado indudable a lo que yo estaba deseando creer.
Con en mismo firme propósito de perfección, hojeé en unos grandes almacenes Técnicas del amor corporal. Bajo el título, se leía "700 000 ejemplares vendidos".
Tenía con frecuencia la impresión de vivir aquella pasión como habría escrito un libro: la misma necesidad de resolver con éxito todas las escenas, el mismo afán de cuidar todos los detalles.
Como si esperara vagamente que un dolor antiguo pudiera neutralizar el dolor actual.
Naturalmente, no siento ninguna vergüenza por anotar este tipo de cosas, debido al lapso que media entre el momento en que se escriben, cuando soy la única que las ve, y el momento en que la gente las leerá y que, me da la impresión, no llegará jamás.
Yo flotaba rodeada de luz en medio del mundo.
Las cartas que le escribía se las entregaba justo en el momento en que se marchaba de mi casa. La sospecha de que, nada más leerlas, las tiraría quizás hechas trocitos por la autopista no me impedía seguir escribiéndole.
Trataba de agotar el contenido de un lugar en el que me había alojado antes de iniciarse mi historia con A., como si un inventario perfecto fuera permitirme revivirla.
Ya no sabía a quién esperaba. Me encontraba absorbida tan solo por aquel instante cuya aproximación siempre me ha llenado de un terror indecible en el que oiría el frenazo del coche, el chasquido de la puerta, sus pasos en el vestíbulo de hormigón.
En una ocasión, tumbada boca abajo, me masturbé, y me pareció que era él quien gozaba.
Me asaltaba sin cesar el deseo de romper para dejar de depender de una llamada, para no sufrir más, y al punto imaginaba lo que eso significaba desde el momento mismo de la ruptura: una retahíla de días sin ninguna esperanza.
Cuando me dejaba un intervalo más prolongado, tres o cuatro días entre su llamada y su llegada, imaginaba con fastidio todas las tareas que iba a tener que cumplir y las cenas de amigos a las que iba a tener que asistir antes de volver a verle.
Delante de las personas con las que trato intentaba no dejar que mi obsesión trasluciera mis palabras, aunque eso requiere una vigilancia difícil de mantener constantemente.
Comparada con el vacío recién atisbado, mi situación actual me parecía afortunada y mis celos, una especie de frágil privilegio cuyo final habría sido una locura desear: de todos modos este acabaría por llegar algún día al margen de mi voluntad, cuando él se fuese o me dejase.
Yo tomaba nota con avidez de las frases que interpretaba como manifestaciones de sus celos, a mi parecer única prueba de su amor.
El tiempo de la escritura nada tiene que ver con el de la pasión.
... apuntar, para no olvidarlo, lo que tenía que decirle la próxima vez que nos viéramos y que pudiera resultarle de interés.
Imaginar en qué habitación haríamos el amor en cuanto llegara.
tan solo conservo por lo demás un vago recuerdo de mis actividades, de las películas que vi, de las personas con las que me relacioné. Todo mi comportamiento era artificial.
Me entraban ganas de ver sin demora una película de la que estaba convencida de que contenía mi historia, y me sentía muy decepcionada cuando, por ser una película antigua, ya no la programaban en ninguna parte, como El imperio de los sentidos de Oshima.
en en curso de una conversación, creo comprender de repente una actitud de A. o descubrir un aspecto de nuestra relación que no había imaginado.
Cuando me encontraba rodeada de otras mujeres, en la caja del supermercado, en el banco, me preguntaba si ellas tenían, como yo, un hombre metido a todas horas en la cabeza.
En el fondo, me asombraba la insignificancia de aquella voz y la importancia desmedida que revestía en mi vida.
Calculaba cuántas veces habíamos hecho el amor.
Cuantos más días transcurrían sin que me llamara, más segura estaba de que me había abandonado.
Prefería seguir a cualquier precio --por ejemplo, que tuviera otras mujeres, varias (es decir, un sufrimiento aún mayor que aquel que motivaba mi deseo de dejarle)--.
Los únicos momentos felices al margen de su presencia eran aquellos en que me compraba vestidos nuevos, pendientes, medias, y me los probaba en casa delante del espejo; lo ideal, inalcanzable, consistía en que me viera en cada ocasión con un atuendo diferente.
Justo después de su marcha, un agotamiento inmenso me paralizaba.
Cuando sonaba (el teléfono), me consumía en una esperanza que a menudo duraba poco más que el tiempo de descolgar lentamente el auricular y decir "diga".
Tampoco deseaba distraer mi pensamiento con algo que no fuera esta espera: no estropearla.
Durante ese período, todos mis pensamientos y mis actos eran la repetición de lo ocurrido antes. Quería obligar al presente a convertirse otra vez en un pasado abierto a la felicidad.
Yo temía parecer también anormal si hubiera dicho: "Estoy viviendo una gran pasión".
En el tren, durante el regreso, tenía la impresión de haber escrito literalmente mi pasión en Florencia, caminando por las calles, recorriendo los museos, obsesionada por A., viéndolo todo con él.
Durante el día trataba de estar ocupada constantemente, de no quedarme sentada sin hacer nada, para no sentirme perdida.
En las conversaciones, los únicos temas que traspasaban mi indiferencia tenías alguna relación con este hombre, con su empleo, son su país de procedencia o los sitios a los que había ido.
Al leer en Vida y destino de Grossman que "cuando se ama se cierran los ojos al besar" pensaba que A. me amaba, puesto que me besaba de esta manera.
Tenía la impresión de que, cada vez, se había añadido algo más a nuestra relación, pero también de que precisamente esta acumulación de gestos y de placer era sin duda lo que iba a alejarnos al uno del otro.
De golpe me vienen a la memoria particularidades suyas, cosas que me había dicho.
Por la noche, delante del televisor, me preguntaba si él estaría mirando el mismo programa o la misma película que yo, sobre todo cuando trataban de amor o de erotismo, o cuando el guion tenía alguna similitud con nuestra circunstancia.
Sobre todo al hablar es cuando tenía la impresión de vivir llevada por mi impulso. Las palabras y las frases, hasta la risa, se formaban en mis labios sin la intervención real de la reflexión o la voluntad.
Estaba abocada a ello desde la primera vez que había gozado bajo las sábanas a los catorce años. Una experiencia que no había podido dejar de repetir después, a pesar de mis rezos a la virgen y a los diferentes santos de soñar sin cesar que era una puta.
La blusas y los zapatos que me había comprado para un hombre, los veía convertidos de nuevo en prendas carentes de significado, simplemente para ir a la moda.
Desde principios de mayo hacía un calor prematuro (...). Todo significaba nuevas posibilidades de placer, y yo atribuía a A. el propósito de aprovecharlo sin contar conmigo.
Me hacía conservar tal cual aquel desorden en el que cualquier cosa significaba un gesto, un momento, y que componía un lienzo cuyo dolor y fuerza jamás alcanzará para mí cuadro alguno en un museo.
Se rio mucho de que le reprochara no haber dado señales de vida desde su partida: "Te habría llamado, hola qué tal. ¿Y después, qué?".
Evitaba las circunstancias de podías alejarme de mi obsesión: lecturas de libros, salidas con amigos y las demás actividades que antes me apetecían. Yo aspiraba a la ociosidad total.
Durante un instante, me invade una gran tranquilidad, la misma que siento al despertar de un sueño en el que acabo de verle y todavía no sé que he soñado.
Hasta la ocurrencia de que me daría igual morir tras llegar al fin de esta pasión --sin otorgarle un significado preciso "al fin de"--, como podría morirme tras haber acabado de escribir esto dentro de unos meses.
Le veía levantarse, tomarse café, hablar, reír, como si yo no existiera. Este desfase respecto a mi propia obsesión me llenaba de asombro. ¿Cómo era posible?
Quise aprender su idioma. He conservado sin lavarla una copa en la que había bebido.
Una tarde en que él estaba en casa, quemé la alfombra del salón hasta la trama al dejar encima una cafetera hirviendo. Me dio igual. Es más, cada vez que veía la marca en la alfombra, era feliz al recordar aquella tarde con él.
Esta primera llamada muda era el indicio precursor de su voz, una (infrecuente) promesa segura de felicidad, y el intervalo que me separaba de la llamada siguiente, cuando pronunciara mi nombre y "¿podemos vernos?", uno de los momentos más hermosos que existen.
Escribirle cartas.
A partir del mes de septiembre del año pasado, lo único que hice fue esperar un hombre: que me llamara y que viniera a verme.
Naturalmente, no me lavaba hasta el día siguiente para conservar su esperma.
Evitaba las ocasiones de encontrarme con él fuera de casa con otras personas, pues no soportaba verle para, simplemente, verle.
Quería recordar a toda costa su cuerpo, desde el cabello hasta los dedos del los pies.
A menudo me preguntaba qué significaban para él aquellas tardes que pasábamos haciendo el amor. Sin duda tan solo eso, hacer el amor.
Probablemente existe una memoria primitiva que hace que nos representemos la vida pasada bajo las formas elementales de la sombra y la luz, del día y la noche.
Durante ese período, no escuché ni una sola vez música clásica, prefería las canciones. Las más sentimentales, a las que antes no prestaba ninguna atención me trastornaban. Decían sin rodeos ni distancia lo absoluto de la pasión y también su universalidad.
La imagen de él circulando con las ventanillas del coche bajadas y el radiocasete a todo volumen (...) me atormentaba.
Me parecía que tenía todo el derecho del mundo a oponerme a lo que me impedía entregarme sin limites a las sensaciones y a los relatos imaginarios de mi pasión.
Tal vez los únicos datos que deben tenerse en cuenta, podrían ser materiales: el tiempo y la libertad de los que he podido disponer para vivir aquello.
Al final decidí no llamar a ninguna vidente, tenía miedo de que me predijera que él no volvería jamás.
Una noche, se me ocurrió someterme a la prueba del sida: "Por lo menos me habría dejado esto".
Siempre calculaba: "Hace dos semanas, cinco semanas que se fuer", y "El año pasado, por estas fechas, yo estaba aquí y hacía esto".
Decidí ponerme a escribir para permanecer en aquel tiempo en el que todo tendía hacia lo mismo, desde la elección de una película a la de un pintalabios, hacia alguien.
EL abrazo y los movimientos de los cuerpos desnudos me parecían una danza mortal.
En cierta ocasión, en la estación de la Opera, sumida en mi ensoñación, dejé pasar sin darme cuenta un metro de la línea que tenía que coger.
Algunas veces me decía a mí misma que tal vez se pasaba un día entero sin pensar ni un segundo en mí.
Aquel verano no quería marcharme de vacaciones ni tener que despertarme por la mañana en una habitación de hotel con la perspectiva de vivir un día entero sin ninguna llamada suya que esperar.
Cuando era niña, para mí el lujo eran los abrigos de pieles, los vestidos de noche y las mansiones a orillas del mar. Más adelante, creí que consistía en llevar una vida de intelectual. Ahora me parece que consiste también en poder vivir una pasión por un hombre o una mujer.
Ahora estamos en abril. Por las mañanas, a veces me despierto sin pensar de seguida en A. La idea de volver a gozar de "los pequeños placeres de la vida" --hablar con los amigos, ir al cine, cenar bien-- ya me horroriza menos.
Me hallaba en un estado en el que ni siquiera la realidad de su voz conseguía hacerme feliz. Todo era una carencia sin fin, salvo el momento en que estábamos juntos haciendo el amor.
No comprendía que las personas buscaran en la guía la fecha, la explicación de cada cuadro, cosas sin relación alguna con sus propias vidas. La utilización que yo hacía de las obras de arte era únicamente pasional.
Bebía mucho (...). Eso me asustaba, pues podía sufrir un accidente en el camino de regreso por la autopista, pero no me repugnaba. Incluso cuando ocasionalmente titubeaba, o eructaba al besarme. Al contrario, me sentía feliz de estar unida a él en un inicio de abyección.
He medido el tiempo de otro modo, con todo mi cuerpo.
Volvía a ver momentos de aquella época, que nada tenían en particular, con una sensación de seguir allí tan intensa que me preguntaba por qué era imposible "pasar" a aquel día, del mismo modo que se pasa de una habitación a otra.
La Ocupación
Ojalá algún día liberarse de tal manera sobre él. (siempre es sobre él.)
Todos mis pensamientos y acciones estaban completamente colonizados.
Contemplaba desde fuera la superioridad compensadora que habría podido encontrar frente a esa mujer, en ciertas ocasiones sociales, por el reconocimiento de mi trabajo. Ese imaginario de los otros, su mirada, que tan reconfortante resulta figurarse, calcular, que tanto halaga la vanidad, no tenía ningún poder contra su existencia. En ese vaciado de uno mismo que son los celos, que transforma toda diferencia con el otro en inferioridad, no era solo mi cuerpo, mi cara, los que resultaban devaluados, sino también mis actividades, todo mi ser. Llegaba hasta sentirme mortificada porque podía ver en casa de la otra mujer la cadena de televisión Paris-Première que yo no captaba. Y me parecía una prueba de distinción intelectual, una señal superior de indiferencia por las cosas prácticas, que no supiera conducir y que nunca se hubiera sacado el carnet, a mí, que fui feliz de poder obtenerlo a los veinte años para ir a ponerme morena a España como todo el mundo.
El único momento de júbilo era cuando me imaginaba que la otra mujer descubría que é seguía viéndose conmigo, (...). Sentía una gran relajación física, me sumergía en la beatitud de la verdad revelada. Por fin el sufrimiento cambiaba de cuerpo. Por un momento soltaba el lastre de mi dolor al imaginar el suyo.
Sin duda, el mayor sufrimiento, como la mayor dicha, viene del otro. Entiendo que algunos lo pongan en duda y se esfuercen por evitarlo amando con moderación, privilegiando un acuerdo de intereses comunes, la música, el compromiso político, una casa con jardín, etc., o multiplicando las parejas para practicar sexo, considerándolas como objetos de placer sin conexión con el resto de la vida.
La Resignificación;
Todas sus frases eran materia de desciframiento constante, de interpretaciones que, al ser imposibles de verificar, se convertían en un auténtico suplicio. Las que, en un principio, me pasaban desapercibidas, surgían por la noche para torturarme con un sentido repentinamente claro y desesperante. La función de intercambio y de comunicación que se atribuye en general al lenguaje pasó a un segundo plano, sustituida por la de significar, y significar solo una cosa, el amor de él por ella o por mi.
(...) "aceptas la sujeción de esa mujer como nunca habrías aceptado la mía". Esa verdad me parecía más irrefutable aún por el hecho de que estaba lastrada por el deseo de herir, de obligarlo a rebelarse contra una dependencia que yo le evidenciaba. Me satisfacían mis palabras cuidadosamente elegidas, mi formulación concisa, y me habría gustado proferir de manera fulgurante la frase "asesina", transportar mi réplica estudiada, perfecta, del teatro del imaginario al de la vida.
La disolución del significado de las cosas en el tiempo:
Hacer algo absolutamente, y hacerlo en el acto sin soportar la menor dilación. Me sentía dominada por esa ley de la urgencia que caracteriza los estados de locura y de sufrimiento. Tener que esperar a la siguiente llamada telefónica para soltarle la verdad que acababa de descubrir y formular me resultaba insoportable. Como si esa verdad pudiera dejar de serlo a medida que pasaban los días.
Al mismo tiempo, estaba la esperanza de deshacerme de mi dolor por una llamada de teléfono, una carta, la devolución de nuestras fotos juntos, para terminar, definitivamente, con esa obsesión. Pero también, quizá, en el fondo el deseo de no lograrlo, de conservar ese sufrimiento que, entonces, hacía que el mundo adquiriera un sentido. Puesto que la verdadera finalidad de aquellos gestos era obligarlo a reaccionar y a mantener así una relación dolorosa.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada